La Semana pasada me comprometí a formar parte del Jurado de un Concurso de Cuentos infantiles, en el que participan niños y niñas de entre ocho y doce años. Me adjudicaron 50 trabajos (anónimos para mí: identificados por un número y firmados con seudónimo) para leerlos y evaluarlos. Cual no sería mi sorpresa al comprobar que dos de los participantes eligieron como tema del cuento el maltrato escolar. El problema acaba bien en ambos casos. En el primero, la víctima se arma de valor y organiza un grupo, con otros compañeros de clase, que les hace frente a los acosadores y consiguen que desistan de su lamentable acción. En el segundo cuento el desenlace feliz tiene lugar con el cambio de colegio de la víctima de maltrato. En esto me encontraba yo cuando escuché en las noticias la tragedia de una niña de Gijón que optó por el suicidio para liberarse de unas compañeras perversas que no supieron medir la trascendencia de su reiterado acoso. No me puedo explicar cómo estos actos criminales no se detectan ni en las familias ni en los centros escolares. De poco me sirve que una de las presuntas acosadoras-delincuentes pida perdón. ¡Ah, el perdón cristiano!, ¡A Dios rogando y con el mazo dando!. Pues a mí, en este caso ya no me sirve el perdón, e imagino que a los padres de la víctima menos. No estaría mal que esa niña que parece arrepentida de su acción acudiese a otras aulas y les contara a sus compañeros las consecuencias de la burla en otros compañeros.
Por mi parte, ya di la voz de alarma a los organizadores del concurso, que sí conocen las identidades de los participantes y los centros escolares de los que proceden, para que lo adviertan al entorno de los interesados.
Ya me gustaría que el maltrato de cuento se quedase sólo en eso, en un cuento, pero mucho me temo que esos niños están sufriendo algún tipo de acoso y el cuento es una forma de pedir auxilio. Si mi voz de alerta sirve para liberar a un niño o niña de las garras de sus verdugos, daré por bien empleado el tiempo de leer cincuenta cuentos.
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