Isolina Cueli
Me encanta conducir coches, tractores,
motos, bicicletas, lanchas o pilotar avionetas, vamos, todo lo que se
mueva, pero les tengo pavor a las máquinas modernas: los
ordenadores, los móviles, los cajeros del banco, el dispensador
automático de la gasolinera o el de pagar los peajes.
Soy de las que va a la ventanilla del
banco y de las que evita la gasolinera con autoservicio, pero sé que
a esos lujos les quedan dos telediarios y en nada tendré que
enfrentarme a las maquinitas, sí, o sí.
La última sorpresa la llevé hace poco
en Londres. De un viaje para otro habían desaparecido las cajeras de
los supermercados. Donde había una batería de veinte cajas quedaba
una, testimonial, para los inútiles como yo. En las demás, cada
cliente pasa el código de barras de su compra por el detector y paga
el importe. Hace el trabajo que antes realizaba una persona, hombre o
mujer, aunque no sé porqué, ese trabajo siempre se adjudica a
mujeres.
En España, y en concreto en Asturias,
ya se ve venir la maniobra. Acabo de darme cuenta que en varios
supermercados ya hay máquinas en las que el usuario lo hace todo. En
otros, aún son los empleados los que pasan los productos, pero se ve
que el artilugio está diseñado para que el día menos pensado nos
digan que debemos ponernos manos a la obra y hacer la caja.
Que no cunda el pánico, no sólo desaparecerán los puestos de trabajo de las cajas, sino muchos más, como los de los bancos, y aparecerán otros nuevos que ni imaginamos.
Sin darnos cuenta nos hacemos, o nos
hacen, cada día más dependientes de las pantallas. Y lo que es más
grave, sin percatarnos, serán esas máquinas las que nos digan lo
que tenemos que hacer. Máquinas dirigidas por humanos avanzados que
mandarán a la masa, entre la que me encuentro. No sé si me tocará
verlo, pero al paso que vamos, llegará antes de lo que pensamos. Y a
ese monstruo lo estamos alimentando nosotros cada día, también sin
enterarnos, o sin querer enterarnos. Le damos todo tipo de
información. Yo, que interactúo poco, creo que me paso en la
exposición, no digamos las personas que dejan hasta su ADN. Eso es
oro molido para el ojo que nos mira desde la nube, y no es
precisamente el Espíritu Santo. Es un ojo más terrenal y la nube es
un gran almacén de datos, a base de algoritmos, al que no se le
escapa ni la hora a la que vamos al baño.
Que no las entienda, no significa que
esté en contra de las maquinitas, pues reconozco que, bien
utilizadas, son muy útiles en áreas como la sanidad o la seguridad.
El pasado fin de semana descubrí el GPS de mi teléfono móvil. Era
la primera vez que utilizaba ese servicio y me quedé impresionada.
Aún no salí de mi asombro. Pero todas esas ventajas tienen un peaje
que nos puede salir muy caro en el momento que les demos tanto poder
a todas las pantallas que no podamos vivir sin ellas.
Y el grito en el cielo no lo pongo yo,
lo hace una persona mucho más cualificada e informada, me refiero al
pensador israelí Yuval Noah Harari (1976). En su libro Homo Deus
(Debate) dice que si
seguimos dejando a las empresas multinacionales y a los mercados que
tomen las grandes decisiones por nosotros, se formará una clase
especial de humanos, supercualificados en inteligencia artificial,
que serán los que nos lleven a los demás como corderos. No nos
dejarán ni pensar.
No sé si será el mundo feliz
del que hablaba Aldoux Huxley, pero si será el mundo de los
humanos-autómatas, a los que les extirparon el libre albedrío. Y
eso será nuestra autodestrucción.
Hay gente que me dice que soy muy
negativa cuando escribo, y creo que van a tener razón.
¡Buen camino!
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