Mural de García Laviana en Rivas. |
A Gaspar lo mataron por defender la causa de los pobres, marginados de la enseñanza y la educación. Después de intentarlo en los despachos y recibir múltiples desplantes, se echó al monte, en la convicción de que si llegaban al poder los sandinistas, la cosa cambiaría. Gaspar se murió de un balazo, los sandinistas consiguieron el poder, pero las cosas no fueron tan idílicas. Se entretuvieron en otros asuntos y volvieron a la oposición. Al cabo de los años hoy, están de nuevo en las poltronas y espero que sean dignos sucesores de la causa que defendió con su vida el misionero langreano.
En la ópera Ainadamar, el verdugo-cacique que viene a buscar a Lorca a casa de la familia Rosales, dice que merece la muerte porque "ha hecho más daño con la pluma que muchos con las armas" y "¡por maricón!". En el fondo, Lorca, también se había echado al monte para defender la cultura, pero él utilizó el Teatro como arma arrojadiza y, con La Barraca, trató de difundir la cultura por toda España, entre las clases más desfavorecidas y aquellos que tenían menos acceso a las artes escénicas.
Curiosamente, esta semana también me salió al paso un artículo de Fran Rozada, cronista Oficial de Parres, en El Fielato, sobre la presencia de La Barraca en Cangas de Onís.
Hace quince años, por estas mismas fechas, trabajaba en La Voz de Asturias, dirigida por Faustino F. Álvarez, y coincidiendo con los veinte años de la muerte de Gaspar García Laviana, viajé a Nicaragua para hacer un reportaje sobre la presencia del misionero en San Juan del Sur y en Rivas, donde sigue vivo en la memoria de sus amigos y seguidores.
De ésa estancia tengo recuerdos muy encontrados. Tal día como hoy estuve secuestrada una noche en una pensión de Rivas. A las doce de la noche me despertaron los gritos de socorro la dueña, víctima de una gran paliza. Me lo pensé, pero salí de la habitación pidiendo silencio, la única manera que se me ocurría de decirle al matón que desistiera de pegarle. Pero el agresor, borracho y drogado, al grito de ¡gringa de mierda!, me sugería que si no me gustaba el sitio, que me fuera. Era media noche, pero no dudé en recoger mis cosas y pedirle que me abriese la puerta. ¡Gran error!, porque lo que hizo fue echar un candado, mientras decía, que me marcharía cuando él quisiese. Me refugié en la habitación, que daba a un patio central, y seguía escuchando los gritos de la pobre chica. Pasé la noche en vela y cuál no sería mi sorpresa cuando a las seis de la mañana empezaron a abrirse puertas de otras habitaciones. Había, por lo menos, seis personas más y yo creía que estaba sola con los dueños.
Me asomo y veo a un hombre que intentaba abrir el candado con una navaja. A esa hora, el borracho se había quedado dormido y aquellas gentes necesitaban salir para coger un autobús, pero nadie les abría. Con más claridad comprobé que uno de los laterales del patio estaba cerrado por un paredón de unos dos metros. Primero, lancé la maleta, y con la ayuda de aquellos huéspedes, me tiré detrás, mientras pensaba qué clase de gente era aquella que no salieron a las llamadas de auxilio de la joven posadera.
Ese día, había quedado a las diez de la mañana con el misionero dominico leonés Gregorio Barreales, director de la Escuela de Agricultura de Rivas para hacerle una entrevista sobre Gaspar García Laviana, pero me presenté en su casa a las ocho de la mañana, atacada de los nervios.
Este recuerdo lejano es mi pequeño homenaje para Marc Marginedas, Javier Espinosa y Ricardo García, los tres reporteros españoles secuestrados en Siria.
¿Cuántos millones de años más tendrán que pasar para que el hombre deje de ser un lobo para el hombre?.
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