Isolina Cueli
Nací en Priesca, tal día como hoy, hace sesenta años. Huelga decir que
cambio de década y no puedo negar que me da mucho vértigo.
Manzano: flor de mayo. |
Pasaron seis décadas y parece que fue
ayer cuando hacía mis primeros viajes. Tenía tres años y me
colocaban encima de los sacos terreros de la gradia, un artilugio de
pinchos con el que se alisaba la tierra recién arada. Imagino que
aquel ir y venir a ninguna parte, durante horas, es la base de mi
inquietud, curiosidad y creatividad, y también el cimiento de mis
ansias de libertad. El movimiento, aupada en aquellos sacos, un metro
por encima del suelo, en vehículo descapotable, era lo más parecido
a volar. Apenas conocía Villaviciosa, pero ya había viajado unos
cuantos kilómetros a lomos de aquel apero diseñado hacía siglos y
al paso de dos vacas que casi nunca se salían del riego, un surco
marcado por muchas generaciones. Eran los años en los que el tiempo
pasaba de otra manera, más lento. Los años en que los sabores eran
auténticos -nunca olvidaré los bocadillos de chorizo al llegar de
la escuela- y a la agricultura no hacía falta ponerle el apellido de
ecológica.
Gradia que conservan Maribel y Ciano en Ordiera (Sebrayo). |
Los años me enseñaron que el
pensamiento no debe tomar asiento, por eso mantengo la curiosidad por
aprender a diario alguna cosa y celebro los cumple días. También
conservo el espíritu crítico, que casi siempre es autocrítico, y,
por supuesto, no me olvido de cultivar las ganas de reirme, pese a
quien le pese. Sé que con la risa se acentúan las arrugas, pero
esos surcos del tiempo marcados en mi rostro son el reflejo de una
vida. Y si nunca fui esclava de mi físico, ni de mi imagen, a estas
alturas del calendario puedo permitirme el lujo de no ocultar ni
arrugas, ni canas, ni varices e ir en contra de los cánones de belleza
establecidos, que arrastran a tantas personas.
Acabo de estrenar década y soy
consciente que voy hacia el final de mi vida. Es el declive
inevitable, pero quiero morirme de viva, o de risa, y por eso me
niego a esperar sentada a que llegue la parca, aunque sí me propongo
ralentizar el paso.
Son sesenta años de trabajo y
sacrificios en este valle de vanidades y de lágrimas, en los que
procuré no perder la empatía hacia el prójimo. Seis décadas de
relativa paz en España que pasaron como un fogonazo, aunque si las
miro con detenimiento, dieron para mucho. Tengo la suerte de tomar la
opción que más me gusta, casi siempre distinta a la del rebaño,
pero un lujo que no me canso de saborear. La experiencia me dice que
para ser feliz no importa la edad, sino la conformidad, y a los
sesenta no perdí la capacidad de apreciar las pequeñas cosas.
Me encanta estar sola, -llevo la
soledad en el nombre- pero en las alforjas de la vida conservo un
grupo de amigas y amigos que me hacen el camino más llevadero. Y,
por supuesto, están los parientes, que me arropan. No se puede pedir más. Con todas y todos, y con
usted que llegó hasta aquí en la lectura, comparto estos versos de
Antonio Machado: "Caminante, son tus huellas/ el camino y
nada más;/ caminante, no hay camino,/se hace camino al andar./ Al
andar se hace camino,/ y al volver la vista atrás/ se ve la senda
que nunca/ se ha de volver a pisar./ Caminante, no hay camino,/ sino
estelas en la mar."
¡Ultreia!