Isolina Cueli No se trata de aguar las
fiestas a nadie, pero sí de llamar la atención sobre el momento que
vivimos y preguntarnos si estamos preparados para hacerle frente.
Según todos los
indicadores económicos, nos esperan tiempos difíciles, y, según
los expertos, seremos más pobres. Para comprar lo mismo,
necesitaremos más dinero y, si no lo tenemos, ahí es dónde entra
la economía de guerra. Y de economía de guerra sabemos bastante
quiénes pasamos de sesenta años, aunque la mayoría no hayamos
sufrido una guerra. Economía de guerra es la
economía del sentido común y de la austeridad. Es la economía del
reciclaje, cuando a una prenda de ropa se le dan, al menos, tres
usos: para vestir arreglado, para diario y como trapo de limpieza. En
la economía de guerra nunca se tira comida. En esa misma economía,
los libros de texto tienen vida y entidad propia. Lo que se dice durante un
curso, sirve para el año siguiente y el otro, de esta forma pueden
utilizar el mismo ejemplar varios hermanos, primos, o vecinos. Esta economía se practica
en la mayor parte del mundo, aunque nosotros nos estemos alejando de
ella porque, presuntamente, nuestro PIB (Producto Interior Bruto) nos
sugiere que somos ricos. No soy economista, ni
bióloga o médico, sino una agricultora de Priesca, venida a
periodista, que intenta estar bien informada, aunque no lo consiga.
Es muy complicado separar el grano de la paja y te cuelan noticias
falsas por donde menos lo esperas. De todas formas, creo que tengo
claro de dónde venimos, porque lo viví y dónde nos encontramos,
porque lo estoy viendo, pero, a pesar de los expertos y de los
indicadores económicos, no tengo ni idea hacia dónde vamos. Por si
acaso, intento hacer economía de guerra para que la realidad no me
coja con el pie cambiado. No necesito que ningún mandatario me
recuerde que soy pobre y que no puedo ni debo gastar por encima de
mis posibilidades. Tampoco dependo de influencer o youtuber
que me digan lo que debo hacer, comprar, ver, decir o pensar. A pesar de los buenos
propósitos para administrar mi pobre economía, las presiones hacia
el consumo y el derroche son difíciles de salvar. Es un bombardeo
constante para crearme necesidades que ni me había planteado. Tengo un coche viejo que
soluciona mis problemas de desplazamiento, pues resulta que a ciertas
administraciones ya les molesta (dicen que contamina) y puede que me
obliguen a cambiar de vehículo, cuando para hacer un coche nuevo se
dan cientos de pasos que contaminan mucho más que el viejo. Me
refiero a la minería y la siderurgia tradicional que hacen falta
para la chapa; el petróleo para las ruedas y otros elementos de
plástico, sin olvidar los destrozos ecológicos para conseguir los
minerales y tierras raras que se utilizan en la fabricación de los
microchips que vienen de Asia, por no hablar de las baterías, en el
caso de los coches eléctricos. Hace cincuenta años ayudé
a Luisa, mi modista de cabecera en Priesca, a hacer una falda de
volantes que este año está de rabiosa actualidad. Esa falda, a
pesar del las cinco décadas, aún no pasó a la fase de ropa de
diario, y mucho menos, a la de trapo, pero hay que tener mucho valor
para no sucumbir a la influencia externa que te incita a cambiar de
ropa cada semana, con prendas de usar y tirar, como una colilla. Te
enseñan por todas partes fotos de tontitas y princesitas que se
cambian de modelo a diario y que tratan de influir (muchas veces lo
consiguen) en madres e hijas con poco criterio que agotan existencias
a ver si el vestido de marras las convierte en tontitas o
princesitas. Tampoco ayuda mucho a
mantenerse en la economía de guerra el mal ejemplo de despilfarro de
gobiernos de toda clase y condición. Hace pocos días vino a mi casa
un funcionario de un Ministerio de Madrid para llevarme un impreso que debía
cubrir y entregar en una oficina del Principado. Como son demasiados,
se reparten el trabajo. Unos entregan el papel y otros lo recogen. Y
lo más llamativo de la visita es que el funcionario llevaba el
nombre de un Ministerio en la camisa y otro distinto, en el pantalón.
En realidad es el mismo Ministerio, pero como sus jefes cambian el
nombre casi cada año, a los funcionarios no les da tiempo a gastar
las prendas y, con mucho sentido común, las reutilizan. Cambiar el
nombre de un ministerio supone cuantiosísimos gastos y una
contaminación mucho mayor que la de mi coche. Son miles de sobres,
papel de carta, uniformes, señalización en fachadas y carreteras,
rótulos en todas las dependencias de la Administración, su parque
móvil y mil pamplinas más que hay que modificar. Otro detalle que está a
la vista de todos es el enorme derroche que supusieron y suponen para
las arcas publicas los "plumeros de la pampa", que
se plantaron como ornamento en todos los tramos de la Autopista del
Cantábrico y cuando estuvieron bien enraizados, las misma
autoridades, u otras parecidas, se enteraron de que los plumeros eran
plantas invasivas y ahora se están gastando un dineral en
arrancarlos. Mucha gente piensa que los plumeros llegaron solos a la
autopista, que fueron los coches quiénes repartieron las semillas
por los taludes. Pues no, los plumeros los compró el Ministerio de turno y se plantaron con mucha
simetría y cuidado, pero como no se hace el mantenimiento adecuado,
se propagan como los matorrales, aunque los escayos no les molestan tanto
y tenemos Asturias como el gran matorral. Un ejemplo de derroche que
afecta directamente a la Villa es el asunto de los porréos, unas
tierras fértiles, ganadas a la Ría a mediados del siglo XIX,
vendidas a particulares por la reina Isabel II y dedicadas a la
agroganadería durante más de 150 años. Ante la prohibición de
reparar los muros de las cárcobas por parte de las autoridades
competentes, repartidas entre ministerios y consejerías, las tierras
están hoy inundadas por el agua salada, con dos mareas diarias, e
inhabilitadas para cultivo. Curiosamente, se salvó un porréu, el de
Busto, sobre el que se construyó toda la ampliación del casco
urbano de Villaviciosa, en la zona de El Pelambre. Parece que el Ayuntamiento
acaba de encargar un estudio sobre el papel de los porréos. Tengo
verdadera curiosidad en conocer el veredicto de los sabios. Yo les
habría preguntado a los vecinos de Tornón, Sebrayo, Selorio, San
Martín del Mar, Carda o Bedriñana que viven y conviven desde tiempo
inmemorial con la Ría, su flora y fauna. Quiero terminar con un
particular homenaje a los empresarios autónomos, muchos de ellos
presentes en éste programa de fiestas, que son un ejemplo de superación y
supervivencia. Toda mi admiración para quien es capaz de crear o
inventarse su puesto de trabajo como autónomo. Y me quedo sin
palabras para calificar a aquellos que, además, emplean a otras
personas. Son el alma de la sociedad más cercana; la luz y vida de
las ciudades y no podemos darles la espalda hipnotizados por los
cantos de sirena que nos llegan de esas empresas monstruosas, sin
alma, que nos quieren en casa, como parásitos, esperando la visita
de su repartidor de turno. La respuesta a la pregunta ¿estamos preparados para ser más pobres? nos la pueden dar los autónomos y empresarios en general, ejemplo de superación, que saben perder para ganar, ahorrar para invertir y
hacer economía de guerra en tiempo de vacas flacas.
(Texto publicado en el programa de fiestas de Villaviciosa. Setiembre de 2022)