Isolina Cueli
Me asombra que aún haya
gente que eche de menos mi presencia en las rede sociales, o en El Fielato.
Cuando me preguntan el motivo de mi ausencia, siempre respondo que ya
está todo escrito y dicho, que lo único que nos falta es HACER.
Pero estos días me di cuenta de que aún me quedaba algo por escribir y
era ésta despedida a Ramonín el cachuchu, mi padre,
fallecido hace hoy una semana en la residencia de Amandi.
Se fue un miércoles, día
de mercáu en la Villa, una cita semanal a la que no solía faltar. Y
se fue en plena crisis del virus, que aunque no tuvo que ver con su
muerte, sí impidió el funeral multitudinario que le habría
gustado, no en vano él asistía a todos los entierros de los
alrededores y más allá. Yo, sin embargo, procuro eludir las bodas,
los bautizos, las primeras comuniones, y más, los entierros, con lo cual,
para mí, la intimidad que vivimos en su despedida, fue un regalo. Ni mi mi hermana Conchita ni yo pudimos acompañarle en su
última semana de vida por las restricciones sanitarias del momento,
pero sí estuvo arropado por el equipo de trabajo de Amandi (en su
mayoría mujeres), a las que siempre admiré, y a las que aplaudo hoy por su estoicismo.
No me gusta el culto a los
muertos, procuro poner las flores en vida, pero a mi padre le debo
estas líneas de agradecimiento. Secundó mi propuesta de estudiar el
bachiller y gracias a eso pude llegar a la Universidad, pero la
principal enseñanza, la universidad de la vida, como la llama mi
amigo el cura Ernesto Bustio, ésa me la enseñaron mis padres desde
mi más tierna infancia en Priesca. De ellos aprendí el amor al
trabajo y también me inculcaron el tesón para hacer frente a las contrariedades y a los momentos de desaliento.
A los nueve años, cuando me fui a estudiar, ya sabía cocinar; barrer; lavar a mano; planchar; limpiar; coser; cavar; sembrar; sallar; segar; ordeñar; cortar leña y recolectar manzanes, fabes, castañes, maíz o patates. Era una economía autosuficiente, casi de
trueque, y para sobrevivir había que saber un poco de muchas cosas.
Reconozco que fui una niña
trabajadora, y me enorgullezco de ello, pero no puedo olvidar que en
esos años también me enseñaron a jugar. Aún saboreo aquellos
juegos al escondite, la comba, el cascayu con las niñas de La Vega
de Priesca y con mi madre, que se divertía tanto como nosotras. Era
ella la que nos llevaba a la playa cuando se acababa la faena de la
hierba; al cine algún fin de semana y la que nos acompañaba los
domingos a la carretera, a ver pasar coches. ¡Sí, a mediados de los
sesenta ver pasar coches era una diversión!
Foto. J. Arrojo |
Papi, sé que te
contradije en varias decisiones claves de mi vida: a los diecisiete años cuando fui a trabajar los fines de semana a un
restaurante de Quintes; a los diecinueve, cuando aproveché un año de transición para ir a cuidar niños a Nantes (Francia), quería aprender el francés que no me enseñaron las monjas en siete
años de bachiller; y a los veinte, cuando me fui a Madrid a estudiar Periodismo. Pero también sé
que con el tiempo me diste el visto bueno a cada una de ellas.
Y hay dos cosas que,
afortunadamente, no te copié: tu gusto por el tabaco y la sidra,
aunque ahora mismo me gustaría brindar contigo, allá donde estés,
con un culín y decirte que ¡te quiero!