miércoles, 1 de abril de 2020

¡Adiós a Ramonín el cachuchu!


Isolina Cueli
Me asombra que aún haya gente que eche de menos mi presencia en las rede sociales, o en El Fielato. Cuando me preguntan el motivo de mi ausencia, siempre respondo que ya está todo escrito y dicho, que lo único que nos falta es HACER. Pero estos días me di cuenta de que aún me quedaba algo por escribir y era ésta despedida a Ramonín el cachuchu, mi padre, fallecido hace hoy una semana en la residencia de Amandi.
Se fue un miércoles, día de mercáu en la Villa, una cita semanal a la que no solía faltar. Y se fue en plena crisis del virus, que aunque no tuvo que ver con su muerte, sí impidió el funeral multitudinario que le habría gustado, no en vano él asistía a todos los entierros de los alrededores y más allá. Yo, sin embargo, procuro eludir las bodas, los bautizos, las primeras comuniones, y más, los entierros, con lo cual, para mí, la intimidad que vivimos en su despedida, fue un regalo. Ni mi mi hermana Conchita ni yo pudimos acompañarle en su última semana de vida por las restricciones sanitarias del momento, pero sí estuvo arropado por el equipo de trabajo de Amandi (en su mayoría mujeres), a las que siempre admiré, y a las que aplaudo hoy por su estoicismo.
No me gusta el culto a los muertos, procuro poner las flores en vida, pero a mi padre le debo estas líneas de agradecimiento. Secundó mi propuesta de estudiar el bachiller y gracias a eso pude llegar a la Universidad, pero la principal enseñanza, la universidad de la vida, como la llama mi amigo el cura Ernesto Bustio, ésa me la enseñaron mis padres desde mi más tierna infancia en Priesca. De ellos aprendí el amor al trabajo y también me inculcaron el tesón para hacer frente a las contrariedades y a los momentos de desaliento. A los nueve años, cuando me fui a estudiar, ya sabía cocinar; barrer; lavar a mano; planchar; limpiar; coser; cavar; sembrar; sallar; segar; ordeñar; cortar leña y recolectar manzanes, fabes, castañes, maíz o patates. Era una economía autosuficiente, casi de trueque, y para sobrevivir había que saber un poco de muchas cosas.
Reconozco que fui una niña trabajadora, y me enorgullezco de ello, pero no puedo olvidar que en esos años también me enseñaron a jugar. Aún saboreo aquellos juegos al escondite, la comba, el cascayu con las niñas de La Vega de Priesca y con mi madre, que se divertía tanto como nosotras. Era ella la que nos llevaba a la playa cuando se acababa la faena de la hierba; al cine algún fin de semana y la que nos acompañaba los domingos a la carretera, a ver pasar coches. ¡Sí, a mediados de los sesenta ver pasar coches era una diversión!
                                        Foto. J. Arrojo
Estos días hablé con gente que recuerda la alegría innata de mi padre, también de mi madre. Sé que tenía cercanía con sus vecinos y parientes; que contaba con mucha gente conocida, pero como amigos identifico a cinco, todos de Selorio: don José, el párroco que organizaba las excursiones con las que recorrieron toda España, con incursiones en Francia y Portugal; Mary Flor y Daniel, de Lerón, con los que congeniaron de maravilla a pesar de la diferencia de edad; y David y Otilia, con los que salían a cenar muchos fines de semana.
Papi, sé que te contradije en varias decisiones claves de mi vida: a los diecisiete años cuando fui a trabajar los fines de semana a un restaurante de Quintes;  a los diecinueve, cuando aproveché un año de transición para ir a cuidar niños a Nantes (Francia), quería aprender el francés que no me enseñaron las monjas en siete años de bachiller; y a los veinte, cuando me fui a Madrid a estudiar Periodismo. Pero también sé que con el tiempo me diste el visto bueno a cada una de ellas.
Y hay dos cosas que, afortunadamente, no te copié: tu gusto por el tabaco y la sidra, aunque ahora mismo me gustaría brindar contigo, allá donde estés, con un culín y decirte que ¡te quiero!